Trabajar menos días, sin que eso implique una rebaja de sueldo, ni de productividad. Esa es la premisa de la semana laboral de cuatro días, una idea que gana fuerza en distintos países y que ya no parece una utopía, sino una opción viable en determinados contextos. ¿Pero qué tan factible es? ¿Qué desafíos trae? ¿Y cómo impacta especialmente a quienes asumen tareas de cuidado, como muchas mujeres?
Un experimento que deja de serlo
En los últimos años, varios países han implementado programas piloto para evaluar el impacto de esta modalidad. Islandia fue uno de los primeros en aplicarla entre 2015 y 2019 con más de 2.500 trabajadores del sector público. El resultado, según el informe del think tank británico Autonomy y la Asociación por la Democracia Sostenible de Islandia, fue una mejora en el bienestar de los trabajadores sin pérdida de productividad.
El Reino Unido llevó a cabo su propio ensayo en 2022 con 61 empresas y más de 2.900 trabajadores. El 92% de las compañías que participaron decidieron mantener la jornada reducida luego del piloto. Según los investigadores de la Universidad de Cambridge y el Boston College, los trabajadores reportaron menor nivel de estrés, mejor calidad del sueño y mayor equilibrio entre la vida laboral y personal.
Alemania, Portugal, Bélgica, Escocia y Japón también han explorado esquemas similares, con énfasis en la flexibilidad y la corresponsabilidad. En todos los casos, los estudios coinciden en que reducir los días de trabajo sin afectar el salario puede mejorar la productividad y el bienestar general, aunque requiere ajustes importantes en la organización del trabajo.
¿Qué pasa en América Latina?
En nuestra región, Chile es uno de los países que más ha avanzado en esta materia. Con la entrada en vigencia de la Ley 40 Horas en abril de 2023, se comenzó a implementar gradualmente la reducción de la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales para 2028. Si bien la ley no impone una semana de cuatro días, sí permite que, previo acuerdo entre empleador y trabajador, se distribuya la jornada en cuatro días de 10 horas, dejando tres días de descanso.
El Ministerio del Trabajo chileno ha señalado que este modelo busca compatibilizar la vida familiar con el desarrollo profesional, especialmente en sectores donde la conciliación es más difícil. No obstante, se advierte que la clave está en que estas medidas vayan acompañadas de políticas de flexibilidad horaria y reorganización del trabajo, para que no signifiquen solo una carga distinta, sino una mejora real.
El impacto en las mujeres y las tareas de cuidado
La jornada de cuatro días puede ser una aliada para mejorar la conciliación entre la vida personal y el empleo, sobre todo en hogares donde las mujeres asumen la mayor parte del trabajo doméstico y de cuidados no remunerados.
Un estudio realizado en el Reino Unido como parte del programa piloto reveló que los hombres que participaron aumentaron en un 27% el tiempo dedicado al cuidado de sus hijos, lo que sugiere un posible avance hacia una distribución más equitativa de las tareas familiares.
Para muchas mujeres, tener un día más libre a la semana puede significar tiempo para el autocuidado, el descanso o simplemente la posibilidad de reorganizar mejor sus responsabilidades. Sin embargo, esto solo es posible si la jornada de 10 horas no se convierte en una carga mayor o en una fuente de agotamiento adicional.
¿Y los desafíos?
Uno de los principales retos de este modelo es evitar que el beneficio de un día libre más se diluya en jornadas laborales excesivamente largas. Las 10 horas por día que requiere esta distribución pueden ser difíciles de sostener, sobre todo para personas con hijos pequeños, adultos mayores a cargo o trabajos físicos intensos.
Además, su implementación requiere más que voluntad: hace falta rediseñar procesos internos, establecer objetivos claros, mejorar la comunicación dentro de los equipos y evitar una cultura de presencialismo. No todas las industrias están preparadas para este cambio, y no todos los puestos de trabajo pueden adaptarse de la misma forma.
También se debe considerar el riesgo de una brecha entre quienes pueden acceder a esta modalidad (generalmente trabajadores formales con empleos más estables) y quienes no, como trabajadoras de casa particular, personas en empleos informales o con condiciones laborales más precarias.
¿Cómo avanzar?
Para que este modelo sea una herramienta real de bienestar —y no solo una estrategia de marketing laboral— es clave avanzar en ciertos aspectos:
- Evaluar el tipo de trabajo: No todas las funciones pueden adaptarse de la misma forma. Flexibilidad no es sinónimo de uniformidad.
- Capacitar a empleadores y trabajadores: Sobre organización del tiempo, trabajo por objetivos y nuevas formas de colaboración.
- Impulsar una cultura del cuidado: Que no penalice el descanso ni premie la sobreexigencia.
- Asegurar que las mujeres no asuman la sobrecarga: Una jornada más corta no debe traducirse en más tareas en el hogar, sino en una verdadera redistribución del tiempo.
¿Y ahora qué?
Definitivamente, no estamos frente a una solución mágica, pero sí delante de una oportunidad para replantearnos la forma en que vivimos y trabajamos. Es una puerta hacia modelos más sostenibles, más humanos y más compatibles con las distintas realidades de quienes componen la fuerza laboral. Especialmente aquellas personas —en su mayoría mujeres— que llevan décadas sosteniendo silenciosamente la vida, dentro y fuera de casa.
Su éxito dependerá, como siempre, de cómo se implemente. Pero el debate ya está sobre la mesa. Y eso, en sí mismo, ya es un cambio.